por Carmel G. Cauchi, miembro de la SDC
Durante el mes de noviembre recordamos a nuestros queridos defuntos, ofrecemos misas por sus almas y visitamos las tumbas de nuestros seres queridos para ponerles velas y flores y orar por ellos.
¿Pero por qué hacemos eso? Porque creemos que no todo termina con la muerte, sino que hay otra vida, la vida eterna. Esto es lo que decimos al final del Credo: «Y espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén». Y en la misa de difuntos decimos «Para los que creen en ti, Señor, la vida no termina sino que cambia».
Esta no es una creencia vana, sino que se basa en tres grandes garantías que el mismo Jesucristo nos da:
- La primera garantía es para los que tienen fe: «De cierto, de cierto os digo que todo el que cree en mí tiene vida eterna». (Jn 6,47)
- La segunda garantía es para quienes observan la Ley de Dios: «De cierto, de cierto os digo que el que guarda mi palabra no verá muerte jamás». (Jn 8, 51)
- La tercera garantía es para quienes se acercan a la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna y yo le resucitaré en el último día». (Jn 6,54)
Así Jesús dará una eternidad de felicidad a quienes crean en él, observen su Ley y comulguen con frecuencia. Y así no miramos la muerte con miedo porque sabemos y creemos que ella nos llevará a encontrarnos con el Señor y vivir con él y nuestros seres queridos para siempre.
San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, quería pintar la muerte de una forma diferente a como la representan habitualmente: un esqueleto con una hoz en la mano. Le pidió al pintor que la pintara como un hermoso ángel con una llave de oro en la mano. Porque para él la muerte no es una hoz, sino una llave, no es un final sino un comienzo, no es un callejón sino un pasaje, no es una derrota sino una victoria. La muerte es la puerta por la que pasamos a una vida mejor y más bella.
Y así es como debemos considerarla. Esto es lo que decimos al final de la oración de San Francisco: «Cuando morimos renacemos a la vida eterna».